martes, 26 de noviembre de 2013

NOTAS HABANERAS (I)

                                      NOTAS HABANERAS (I)
                                                                                                    A Juani (“te espero en el lobby“).

          A causa del bloqueo internacional a Cuba, La Habana ha quedado congelada en la historia: sus edificios, sus calles, sus automóviles parecen postales del pasado. Aislada en el tiempo, es una reliquia histórica en medio de la civilización. Sus mercados, sus pregoneros de frutas, la poesía que destila la música de los trovadores de la calle, sus carros, nos ofrecen imágenes de la España de la posguerra. Al ver algunos autobuses (medio desguazados y con mil remiendos) no podía dejar de acordarme de la famosa “Pepa” de mi abuelo Mariano, que no llegué a conocer pero de la que me ha llegado
su imagen a través de las historias del pueblo.


          Recién aterrizados en La Habana me decidí a llevar a cabo acompañado por Juani uno de esos paseos en los que deambulas sin rumbo ni dirección, solo guiado por tu instinto viajero. Sucedió lo peor, fuimos a parar a la zona más degradada de Centro Habana: sorteando aceras que se desmoronaban, socavones en el suelo, conductores anárquicos demasiado entusiastas, ciclistas que giran sin avisar, basura en descomposición, olores nauseabundos, casas en ruinas, ancianos descalzos. Un territorio hostil al que se unían el calor asfixiante del Caribe y el humo del petróleo de mala calidad que hace desplazarse a los coches.


          La Habana es un fabuloso espectáculo de degradación urbana que en ocasiones consideras una expresión de belleza y en otras un síntoma inequívoco de decadencia. Juani me comentaba que le recordaba las imágenes que nos mostraban los telediarios de las ciudades en ruinas de la guerra de los Balcanes. Y a mí a las imágenes de “Alemania, Año Cero” de Rosellini. Sí, parece bello que esos caserones barrocos multicolores estén a punto de derrumbarse, con ese sol caribeño que todo lo envuelve, pero ¿no será que parece hermoso porque en ningún caso el viajero tendrá que vivir en ninguno de esos antros llenos de miseria divisada desde la calle a través de las ventanas? Los coches que circulan por la ciudad también parecen sacados de una película de gangster de los años veinte, pero ¿no son en el fondo la manifiesta expresión de la ruina absoluta, con sus carrocerías corroídas a punto de desplomarse? Eso es La Habana, una mezcla de fascinación e indignación.

           El paseo por La Habana Vieja te sorprende por su abigarrado colorido, la simpática vitalidad, la alegría expansiva de los cubanos, los sones contagiosos de cualquier conjunto de trovadores que suenan a síntesis entre España y África. Las plazas de la Habana Vieja son fascinantes, un verdadero escaparate de arquitectura colonial, con patios interiores que por momentos me recordaban a los de mi querida Córdoba. Pero a la vuelta de la esquina reaparece la lepra de los edificios y la desolación, y el ánimo vuelve a derrumbarse.

           
   El Malecón reluce con un atardecer cristalino, con amenaza de tormenta y es pura embriaguez visual, pero las casas que lo escoltan también lucen la lepra en su piel, como si hubiera en esta ciudad una enfermedad que todo lo contagiara. Hay ruinas tristes, pero también hay ruinas que nos transportan en el tiempo, al tiempo donde lucían su esplendor. Viajeros muertos hace siglos nos traen noticias de una Habana contenida dentro de La Habana que vemos hoy. Zoé Valdés escribía que la ciudad ideal sería, mitad La Habana, mitad París, donde se entremezclaran rincones de una y otra. Descripción más poética de la ciudad, imposible.